La vida continúa. Aun después de la muerte.
Al menos la vida de los otros. Cuando a Daniel lo echaron del trabajo, con 45
años, después de haber aportado la mitad de su vida en la fábrica, luego de
haber encontrado su identidad, su lugar y sus compañeros, pensó que todos
harían un escándalo. Que aquellos con los que se juntaba a tomar mate y
compartir historias saldrían a la calle a reclamar que lo tomaran nuevamente en
el puesto. Pero no fue así. Un viernes lo echaron por recorte de personal- no
hubo más explicaciones- “perdón Daniel, la cosa está muy difícil”, le dijo el
sobrino del dueño, un pibito que no pasaba los 25 años. Daniel observó su
rostro: el pibe no sabía lo que decía, probablemente ni siquiera lo sentía en
verdad. “Cómo iba a saber realmente lo importante de su decisión, este nene
tiene la vida comprada” pensó, “A la edad de él, sólo se quiere escalar hacia
el éxito; a mi edad, los que no llegamos apenas nos mantenemos en pie. No sabe
que me quitó el pan de la boca, no sabe que me quitó el futuro; no sabe que con
su decisión al azar, me condenó a la incertidumbre y al hambre, al miedo y a la
angustia”. Tampoco le importaba, en el fondo ambos lo sabían, pero hay un pacto
silencioso entre los hombres que pertenecen a esta sociedad: en situaciones de
este tipo, no se debe generar disturbio. “Las cosas son como son, cuando
aceptas un trabajo también aceptas que te echen”, se consoló al volver a su
casa en el colectivo. El lunes fue a hablar con el gerente para ultimar
detalles de su indemnización. Al entrar por la puerta, contempló el rostro de
todos sus ex compañeros. La mitad de ellos, lo miraron como si fuera una
especie de cadáver viviente o un ave de mal agüero, un ente que podría
contagiarles su desgracia; la otra parte lo delineaban con sus ojos,
regalándole un sabor de pena: de lástima. La charla con el gerente fue amena.
Lo invitó a su oficina, le ofreció un asiento y un café, junto al tipo estaba
su abogado, un señor de la misma edad de Daniel, pero con mejor suerte- que
también era un familiar del dueño, claro-, “todo queda en familia” susurró,
casi como un insulto. En todo el proceso fue lo único que se permitió decir.
Tenía los ojos rojos, calientes, sobrecargados de lágrimas de impotencia,
lágrimas que no podía permitir que caigan, no delante de ellos, al menos eso
debía guardarse para sí. Sentía una opresión tan fuerte en su pecho, una
congoja tan poderosa, que apenas podía hablar, se creía un desgraciado por
haber sido tratado como un objeto, como una basura, poco más que un perro y aun
así, no atreverse a mover un dedo por su vida. Todo lo demás pasó volando. El
papelerío se dio con la hipocresía esperable; después de la típica palmada en
la espalda, no hubo mucho más que hacer. Cuando atinó a dar verdadera dimensión
de lo que sucedía, ya estaba afuera de la fábrica. Al salir contempló sus
posibilidades. Él no era de esos individuos que hacen denuncias, aunque una
parte ínfima de su interior lo pensó, pero lo habría hecho sólo para contentar
a su esposa, que seguramente le reprocharía miles de cosas durante mucho
tiempo, hasta que el problema se resuelva. Aun así, no era motivo para optar
por la degradante reivindicación de un juicio laboral. En adelante, optó por
asimilar todo como lo hizo siempre, como lo hacen los hombres que no tienen nada
que perder. Los que nacen derrotados. Al día siguiente, se levantó en la
madrugada, tomó un café bien cargado y salió al ataque. Compró un diario en el
primer puesto que encontró y fue en búsqueda de la misma rueda en la que
siempre giró, “como una rata sin rueda, estoy” pensó. Fue a buscar trabajo. Al
caminar contempló su sombra danzando en el asfalto: el oleaje minúsculo de una
silueta anónima invadida por el sol de la mañana. Algo de su imagen proyectada
en el suelo lo hipnotizó; siguió el movimiento rítmico de su andar y luego miró
alrededor. Observó con nauseas la escenificación de una ciudad repleta de
obscenidad y excesos; de lujuria mal repartida y ambición. Por unos instantes
se inspeccionó dentro de esa escena, de esa fotografía repetida que albergaba
una y otra vez el mismo rótulo. Cerca de él estaban unas fábricas, eran
monumentos de ladrillos y hormigón, parecían abandonadas, pero en su interior
se escuchaban chirridos de maquinarias metálicas; algo le hizo asociarlas con
el intestino de una gran bestia. Se dirigió a la puerta de entrada de una de
ellas, sacó su hoja de vida del bolso y encontró una fila de hombres del
extenso de una cuadra. Sintió nauseas. Pensó en todos los individuos
desesperados que estaban detrás de esas paredes, en los pisos más altos,
trepando hacia una cima inexistente, pisándose las cabezas, alimentándose de
los despojos humanos que estaban afuera. Mientras tanto, él y los demás
imploraban un lugar pequeño en esta sociedad del desastre. Reclamando una rueda
donde girar sin fin, para alcanzar la nada. Daniel sintió dolor por todos:
vergüenza por los que estaban en los pisos altos y por los rechazados del
asfalto. Reflexionó: “todos piensan que van hacia algún lado, pero siempre
están en el mismo lugar; creen estar alejándose de la muerte y, sin embargo no
ven lo cerca que ella les respira”. Él también es una rata, siempre lo supo,
desde que nació. Sólo que el hambre y el desempleo del 2001 se lo estaba
diciendo con la fuerza de un metal caliente en su piel. Tal vez en una época,
en su juventud, tuvo oportunidad de dudarlo; ahora es una certeza. Antes de
irse de allí tomó su hoja de vida y la rompió, luego la metió en una
alcantarilla para que nadie nunca más la encuentre. Finalmente miró hacia
arriba, hacia las nubes, hacia adelante y a la nada, para decirse en voz baja,
como un secreto a sí mismo y al mundo, una idea que emergió de sus tripas con
la fuerza de un vómito, un pensamiento que al salir buscaría realizarse de
cualquier forma posible: “no hay nada más peligroso que una rata acorralada”.
Palabras para perderse y encontrarse. Trabajos literarios de un grupo de soñadores, en busca de una salida (o una entrada).
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