martes, 25 de septiembre de 2018

La tragedia


La vida continúa. Aun después de la muerte. Al menos la vida de los otros. Cuando a Daniel lo echaron del trabajo, con 45 años, después de haber aportado la mitad de su vida en la fábrica, luego de haber encontrado su identidad, su lugar y sus compañeros, pensó que todos harían un escándalo. Que aquellos con los que se juntaba a tomar mate y compartir historias saldrían a la calle a reclamar que lo tomaran nuevamente en el puesto. Pero no fue así. Un viernes lo echaron por recorte de personal- no hubo más explicaciones- “perdón Daniel, la cosa está muy difícil”, le dijo el sobrino del dueño, un pibito que no pasaba los 25 años. Daniel observó su rostro: el pibe no sabía lo que decía, probablemente ni siquiera lo sentía en verdad. “Cómo iba a saber realmente lo importante de su decisión, este nene tiene la vida comprada” pensó, “A la edad de él, sólo se quiere escalar hacia el éxito; a mi edad, los que no llegamos apenas nos mantenemos en pie. No sabe que me quitó el pan de la boca, no sabe que me quitó el futuro; no sabe que con su decisión al azar, me condenó a la incertidumbre y al hambre, al miedo y a la angustia”. Tampoco le importaba, en el fondo ambos lo sabían, pero hay un pacto silencioso entre los hombres que pertenecen a esta sociedad: en situaciones de este tipo, no se debe generar disturbio. “Las cosas son como son, cuando aceptas un trabajo también aceptas que te echen”, se consoló al volver a su casa en el colectivo. El lunes fue a hablar con el gerente para ultimar detalles de su indemnización. Al entrar por la puerta, contempló el rostro de todos sus ex compañeros. La mitad de ellos, lo miraron como si fuera una especie de cadáver viviente o un ave de mal agüero, un ente que podría contagiarles su desgracia; la otra parte lo delineaban con sus ojos, regalándole un sabor de pena: de lástima. La charla con el gerente fue amena. Lo invitó a su oficina, le ofreció un asiento y un café, junto al tipo estaba su abogado, un señor de la misma edad de Daniel, pero con mejor suerte- que también era un familiar del dueño, claro-, “todo queda en familia” susurró, casi como un insulto. En todo el proceso fue lo único que se permitió decir. Tenía los ojos rojos, calientes, sobrecargados de lágrimas de impotencia, lágrimas que no podía permitir que caigan, no delante de ellos, al menos eso debía guardarse para sí. Sentía una opresión tan fuerte en su pecho, una congoja tan poderosa, que apenas podía hablar, se creía un desgraciado por haber sido tratado como un objeto, como una basura, poco más que un perro y aun así, no atreverse a mover un dedo por su vida. Todo lo demás pasó volando. El papelerío se dio con la hipocresía esperable; después de la típica palmada en la espalda, no hubo mucho más que hacer. Cuando atinó a dar verdadera dimensión de lo que sucedía, ya estaba afuera de la fábrica. Al salir contempló sus posibilidades. Él no era de esos individuos que hacen denuncias, aunque una parte ínfima de su interior lo pensó, pero lo habría hecho sólo para contentar a su esposa, que seguramente le reprocharía miles de cosas durante mucho tiempo, hasta que el problema se resuelva. Aun así, no era motivo para optar por la degradante reivindicación de un juicio laboral. En adelante, optó por asimilar todo como lo hizo siempre, como lo hacen los hombres que no tienen nada que perder. Los que nacen derrotados. Al día siguiente, se levantó en la madrugada, tomó un café bien cargado y salió al ataque. Compró un diario en el primer puesto que encontró y fue en búsqueda de la misma rueda en la que siempre giró, “como una rata sin rueda, estoy” pensó. Fue a buscar trabajo. Al caminar contempló su sombra danzando en el asfalto: el oleaje minúsculo de una silueta anónima invadida por el sol de la mañana. Algo de su imagen proyectada en el suelo lo hipnotizó; siguió el movimiento rítmico de su andar y luego miró alrededor. Observó con nauseas la escenificación de una ciudad repleta de obscenidad y excesos; de lujuria mal repartida y ambición. Por unos instantes se inspeccionó dentro de esa escena, de esa fotografía repetida que albergaba una y otra vez el mismo rótulo. Cerca de él estaban unas fábricas, eran monumentos de ladrillos y hormigón, parecían abandonadas, pero en su interior se escuchaban chirridos de maquinarias metálicas; algo le hizo asociarlas con el intestino de una gran bestia. Se dirigió a la puerta de entrada de una de ellas, sacó su hoja de vida del bolso y encontró una fila de hombres del extenso de una cuadra. Sintió nauseas. Pensó en todos los individuos desesperados que estaban detrás de esas paredes, en los pisos más altos, trepando hacia una cima inexistente, pisándose las cabezas, alimentándose de los despojos humanos que estaban afuera. Mientras tanto, él y los demás imploraban un lugar pequeño en esta sociedad del desastre. Reclamando una rueda donde girar sin fin, para alcanzar la nada. Daniel sintió dolor por todos: vergüenza por los que estaban en los pisos altos y por los rechazados del asfalto. Reflexionó: “todos piensan que van hacia algún lado, pero siempre están en el mismo lugar; creen estar alejándose de la muerte y, sin embargo no ven lo cerca que ella les respira”. Él también es una rata, siempre lo supo, desde que nació. Sólo que el hambre y el desempleo del 2001 se lo estaba diciendo con la fuerza de un metal caliente en su piel. Tal vez en una época, en su juventud, tuvo oportunidad de dudarlo; ahora es una certeza. Antes de irse de allí tomó su hoja de vida y la rompió, luego la metió en una alcantarilla para que nadie nunca más la encuentre. Finalmente miró hacia arriba, hacia las nubes, hacia adelante y a la nada, para decirse en voz baja, como un secreto a sí mismo y al mundo, una idea que emergió de sus tripas con la fuerza de un vómito, un pensamiento que al salir buscaría realizarse de cualquier forma posible: “no hay nada más peligroso que una rata acorralada”.

Fernando Cabral

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