martes, 25 de septiembre de 2018

El portazo y la lágrima



de aquella noche le habían quedado dos recuerdos recurrentes, el fuerte ruido que hizo la puerta cuando él bruscamente la cerró al irse y la sensación fría de una lágrima que al caer iba  dibujando una línea recta en su mejilla que ella sintió como un surco ácido. Esa gota marcó el punto final de la relación pero a su vez,  el principio de un largo y angustioso llanto.
 Esa escena había cumplido 10 años ese día y ese amor había durado la mitad. Demás está  aclarar, que llevaba más tiempo de dolor que lo que duró su noviazgo.
Una y otra vez quería convencerse de la frase pretendidamente contenedora de que el tiempo cura todas las heridas, que es el único terapeuta posible y cosas por el estilo.  A pesar de los años transcurridos María iba por el mundo cumpliendo a rajatabla sus tareas, madrugar,  habiendo dormido de a ratitos, desayunar unos mates mientras chequeaba mails,  un baño y al trabajo. A la salida, cine, teatro, caminata con alguna amiga, trataba de rellenar el tiempo y caer lo más tarde posible por su casa, evitar el vacío, no permitirse huecos ociosos, no correr riesgo de que, como el agua, avanzara la tristeza y cubriera los rincones de su vida.
Aquel portazo volvía a su cabeza con cada golpe que escuchaba, cualquier ruido fuerte servía para el recuerdo, así como cualquier gota de lluvia la transportaba  a aquella noche de desgarro.
 Las estaciones del año se sucedían encadenadas sin diferencias, flores, alfombra amarilla, árboles esqueléticos, pero en definitiva en su estado todo era lo mismo, frío, calor, humedad, todo gris, todo marchito, todo fin.
Cualquier estrategia en que se embarcara era fagocitada por la angustia, que como un monstruo hambriento devoraba todo mecanismo de defensa posible.
Una mañana despertó luego de 8 horas profundas de sueño, seguía cansada, sin embargo supo valorar esa anomalía, tarareando una canción de su niñez agradeció.
El plan ya estaba armado, no había vuelta atrás.  Llamó a su trabajo para avisar que iba a faltar, sabía que el jefe lo tomaría a mal, “qué me importa, viejo idiota” pensó. 
Se dirigió al baño, preparó el agua calentita, como le gustaba, esta vez puso el tapón en la bañera y la llenó bastante, quería penetrar todo su cuerpo, o lo que quedaba de él, dentro del agua.
Ya tenía preparado un vaso con agua fresca y las pastillas que le habían recetado para dormir,  tomó, no sólo una,  todas las que quedaban en el frasco, de a tres o cuatro iba tragando los comprimidos, hasta parecía que los saboreaba, tiraba la cabeza hacia atrás entrecerrando los párpados con cada tanda.
Por un momento sonrió levemente recordando los días de su adolescencia, con sus compañeras se mataban de risa por cualquier estupidez. También se acordó de su madre y sus dichos, pensó “la estoy defraudando”.
Cerró la canilla, ya había suficiente agua.  Fue dejando caer el camisón, y se dirigió hacia la bañera.  Se sumergió lentamente, la tibieza del agua fue corriendo por su piel como una caricia especial, al instante pensó con intensidad en las manos de su madre cuando la acariciaban.  Hasta la cabeza  hundió, el cabello negro comenzó a flotar y lentamente cayeron sus brazos al agua que colgaban débiles,  resistiéndose como con voluntad propia,  de los bordes de la bañera. 
Fueron segundos con la cabeza sumergida, todavía no había perdido la consciencia totalmente, sin embargo, fue más por instinto que salió a la superficie, su cuerpo todo se torció por la presión del agua y quedó dormida apoyada contra la loza fría, fría y blanca.
_ Buen día Carla.  Carla te entré dos boletas que estaban en el cartero, hoy anuncian lluvia a partir del mediodía, pero hay un sol radiante, se nota que llega el verano. ¡Carla, ¿estás?!
_”Parece que no fue a trabajar…”, pensó Bety.
Bety venía cada 15 días a limpiar, Carla se había olvidado, la señora tenía llave por cualquier cosa, había mucha confianza, en parte esa mujer había sido como su segunda mamá. 
La señora se dirigió al baño conducida por la curiosidad que le dio notar la luz que venía desde ahí, abrió la puerta con suavidad: _Carla ¿te estás duchando?…, apenas entró vio en la pileta el frasco vacío, _ ¡¿qué te pasá!? ¿estás loca?  gritaba  Bety desesperada.
Como pudo la tomó de los lánguidos brazos y la fue tironeando hacia fuera de la bañadera cuidando de que no se golpeara la cabeza, la arrastró hasta el comedor, la apoyó en la alfombra, no le daban las fuerzas para subirla al sillón. El cuerpo de Carla estaba frío, pero vivo. Ya habían transcurrido tres horas de la trágica decisión de la chica, Bety le tiró con violencia una manta sobre el cuerpo, se agachó y comenzó a masajearla enérgicamente con una mano, mientras con la otra llamaba a emergencias. 
_Betyyy…, balbuceó Carla. 

Graciela Ramírez

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