de aquella noche le habían quedado dos
recuerdos recurrentes, el fuerte ruido que hizo la puerta cuando él bruscamente
la cerró al irse y la sensación fría de una lágrima que al caer iba dibujando una línea recta en su mejilla que
ella sintió como un surco ácido. Esa gota marcó el punto final de la relación
pero a su vez, el principio de un largo
y angustioso llanto.
Esa
escena había cumplido 10 años ese día y ese amor había durado la mitad. Demás
está aclarar, que llevaba más tiempo de
dolor que lo que duró su noviazgo.
Una y otra vez quería convencerse de la frase
pretendidamente contenedora de que el tiempo cura todas las heridas, que es el
único terapeuta posible y cosas por el estilo.
A pesar de los años transcurridos María iba por el mundo cumpliendo a
rajatabla sus tareas, madrugar, habiendo
dormido de a ratitos, desayunar unos mates mientras chequeaba mails, un baño y al trabajo. A la salida, cine,
teatro, caminata con alguna amiga, trataba de rellenar el tiempo y caer lo más
tarde posible por su casa, evitar el vacío, no permitirse huecos ociosos, no
correr riesgo de que, como el agua, avanzara la tristeza y cubriera los
rincones de su vida.
Aquel portazo volvía a su cabeza con cada
golpe que escuchaba, cualquier ruido fuerte servía para el recuerdo, así como
cualquier gota de lluvia la transportaba
a aquella noche de desgarro.
Las
estaciones del año se sucedían encadenadas sin diferencias, flores, alfombra
amarilla, árboles esqueléticos, pero en definitiva en su estado todo era lo
mismo, frío, calor, humedad, todo gris, todo marchito, todo fin.
Cualquier estrategia en que se embarcara era
fagocitada por la angustia, que como un monstruo hambriento devoraba todo
mecanismo de defensa posible.
Una mañana despertó luego de 8 horas
profundas de sueño, seguía cansada, sin embargo supo valorar esa anomalía,
tarareando una canción de su niñez agradeció.
El plan ya estaba armado, no había vuelta
atrás. Llamó a su trabajo para avisar
que iba a faltar, sabía que el jefe lo tomaría a mal, “qué me importa, viejo
idiota” pensó.
Se dirigió al baño, preparó el agua
calentita, como le gustaba, esta vez puso el tapón en la bañera y la llenó
bastante, quería penetrar todo su cuerpo, o lo que quedaba de él, dentro del
agua.
Ya tenía preparado un vaso con agua fresca y
las pastillas que le habían recetado para dormir, tomó, no sólo una, todas las que quedaban en el frasco, de a
tres o cuatro iba tragando los comprimidos, hasta parecía que los saboreaba,
tiraba la cabeza hacia atrás entrecerrando los párpados con cada tanda.
Por un momento sonrió levemente recordando
los días de su adolescencia, con sus compañeras se mataban de risa por
cualquier estupidez. También se acordó de su madre y sus dichos, pensó “la
estoy defraudando”.
Cerró la canilla, ya había suficiente
agua. Fue dejando caer el camisón, y se
dirigió hacia la bañera. Se sumergió
lentamente, la tibieza del agua fue corriendo por su piel como una caricia
especial, al instante pensó con intensidad en las manos de su madre cuando la
acariciaban. Hasta la cabeza hundió, el cabello negro comenzó a flotar y
lentamente cayeron sus brazos al agua que colgaban débiles, resistiéndose como con voluntad propia, de los bordes de la bañera.
Fueron segundos con la cabeza sumergida,
todavía no había perdido la consciencia totalmente, sin embargo, fue más por
instinto que salió a la superficie, su cuerpo todo se torció por la presión del
agua y quedó dormida apoyada contra la loza fría, fría y blanca.
_ Buen día Carla. Carla te entré dos boletas que estaban en el
cartero, hoy anuncian lluvia a partir del mediodía, pero hay un sol radiante,
se nota que llega el verano. ¡Carla, ¿estás?!
_”Parece que no fue a trabajar…”, pensó Bety.
Bety venía cada 15 días a limpiar, Carla se
había olvidado, la señora tenía llave por cualquier cosa, había mucha
confianza, en parte esa mujer había sido como su segunda mamá.
La señora se dirigió al baño conducida por la
curiosidad que le dio notar la luz que venía desde ahí, abrió la puerta con
suavidad: _Carla ¿te estás duchando?…, apenas entró vio en la pileta el frasco
vacío, _ ¡¿qué te pasá!? ¿estás loca?
gritaba Bety desesperada.
Como pudo la tomó de los lánguidos brazos y
la fue tironeando hacia fuera de la bañadera cuidando de que no se golpeara la
cabeza, la arrastró hasta el comedor, la apoyó en la alfombra, no le daban las
fuerzas para subirla al sillón. El cuerpo de Carla estaba frío, pero vivo. Ya
habían transcurrido tres horas de la trágica decisión de la chica, Bety le tiró
con violencia una manta sobre el cuerpo, se agachó y comenzó a masajearla
enérgicamente con una mano, mientras con la otra llamaba a emergencias.
_Betyyy…, balbuceó Carla.
Graciela Ramírez
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