No sabía cómo ni por qué había
brotado, simplemente un día, estiró un minúsculo tallo verde y sintió por
primera vez, la calidez del sol. El lugar, no parecía ser el más propicio, todo
era muy frío y gris, no era probable que allí, pudiera crecer algo. Sin
embargo, en esa esquina de la ex avenida Vergara, en el distrito de Morón, fue
que se abrió su semilla y finitas raíces, se arraigaron a la tierra, escondida
bajo el cemento. Así nació este Carduus acanthoides, pegadito a la pared
de un negocio, ya quebrado. Anteriormente, aquel local había servido como casa
de comidas rápidas y en otros tiempos, como venta de repuestos para autos
–rubro que abunda en la zona-. Pero ninguno pudo sobrevivir la crisis, cuando
las cortinas cerradas de los locales se convirtieron en el paisaje habitual.
Fue en ese otoño y en ese abandono, que el Carduus acanthoides germinó.
No estaba del todo solo, aunque así lo sintiera, a su lado, otro tallito fino,
crecía buscando la luz solar.
Era algo difícil, las nubes se empecinaban en
taparlo todo. Aunque algunos días, pocos pero poderosos rayos entibiaban el
aire y la tierra y ambas plantas, absorbían su calor y su energía; engordando y
enverdeciendo sus tallos. Habían pasado varios amaneceres cuando el Carduus
acanthoides, notó que su tallo estaba creciendo al ras del suelo, a
diferencia del de su compañera, que se erguía.
-Es porque yo soy una Commelina erecta,
también conocida como la flor de Santa Lucía – explicó – y las Commelinas
erectas, crecemos de esta manera.
El Carduus acanthoides tuvo curiosidad, él no
sabía bien qué era ni de qué manera debía crecer.
- Sólo tenés que sentir
tus raíces - explicaba la Commelina erecta cuando el cardo la interrogaba sobre
cómo hacía para saber sobre su identidad.
- Se conoce desde la semilla, como si te lo
trasmitieran tus ancestros – agregaba sumando confusión.
El otoño se hizo invierno más rápido de lo
que ambas malezas
esperaban. En ocasiones, el Carduus acanthoides, soñaba con ser alto.
Quería ver algo más que el cielo alternándose entre el día y la noche y las
suelas de los transeúntes, que pasaban por la esquina. Sin embargo, cuando el
aire helaba o el viento soplaba su ira, se alegraba de estar tan pegadito al
piso. Se sentía más protegido, no se doblaba en cada tormenta como la Commelina
erecta.
Una mañana - de esas en las que al sol le
cuesta desperezase y sale tarde, pero al hacerlo, parece haber recuperado todas
sus fuerzas y alumbra de la forma más cálida que puede alcanzar en invierno -
el Carduus acanthoides, sintió que un nuevo tallo crecía desde su
interior y esta vez, directo hacia las alturas. Fue su primer tallo erguido. Al
principio, era fino y delgado, mucho más que los otros que habían quedado al
ras de la baldosa, pero con el correr de los días, logró alimentarse y engrosar. Se hizo fuerte. Comenzaron a salirle
las primeras ramillas y hojas. No eran muchas, pero el Carduus acanthoides
se sentía orgulloso de sus cambios.
Fue en una tarde nublada cuando vio por
primera vez un macetero, en el balcón de una de las pocas casas que había en la
avenida. Allí, habitaban una Petunia y unos Geranios. Eran
plantas grandes, sumamente frondosas. Aún en invierno,
conservaban el verdor en cada una de sus hojas.
-Hola – quiso presentarse el cardo,
sin obtener respuesta.
-Esas plantas no se comunican con nosotras –
aclaró nuevamente su compañera la Santa Lucía - Nosotras somos malezas, ellas
plantas. Tienen casa y alguien que las cuida, un humano.
El cardo la miraba atónito. ¿Cómo podía tener una respuesta para todo si vivía en la misma
baldosa gris que él? Decidió peguntarle.
-Las cosas que
sé, las oigo en el viento – explicó - donde vuelan el polen y las ideas de las
plantas. Al brotar, sentí enseguida el arrullo de mis antepasados. Mi madre y
algunas de mis hermanas viven en la otra esquina o en el terreno baldío de la
vuelta, siempre es más fácil sentir a aquellas con las que compartiste
clorofila alguna vez- explicó categórica la Commelina erecta.
Pero las dudas del Carduus acanthoides
no menguaban, más bien se multiplicaban, como las ramificaciones de la Santa
Lucía, que además de tener
conocimientos, se llenaba de hojas nuevas cada día que pasaba.
¿Por qué él no sentía a nadie? ¿Acaso ninguno de sus antepasados
estaba cerca? La soledad le invadió
las raíces y cada una de sus nervaduras.
Hasta ese momento,
el Carduus acanthoides, no había pensado en los humanos como seres con
los cuales generar vínculos. Asomado desde la pared, los veía ir y venir sin
llamar su atención. Tampoco ellos se habían percatado de él, ninguno se había
acercado a mirarlo o tocarlo, por ejemplo. Esa noche, notó por primera vez a la
mujer de la esquina. Estaba siempre allí, pero el Carduus acanthoides no
había reparado en ella hasta entonces, cuando percibió en su aroma el hueco del
abandono. ¿Acaso
ella tampoco conocía a sus antepasados?
El cardo comenzó a observarla todas
las noches. Sólo podía contemplarla de espaldas, siempre tenía los ojos en la
calle, en los autos que parecía estar esperando. Usaba botas largas, al Carduus
acanthoides le gustaba ese cuero brillante que deberían ser sus raíces móviles.
La noche que él conoció sus ojos, habían comenzado las últimas
lluvias frías, esa garúa finita a la que el invierno – antes de despedirse- nos
condena semanas enteras por el puro placer de demostrarnos su poder. La mujer
se había acercado hasta la pared, buscando refugio frente a las gotas gélidas.
El cielo estaba más oscuro que de costumbre, ella, encendió un cigarrillo que
iluminó su rostro por un
breve segundo. No se trataba de una mujer, sino de una niña.
-Es tan joven –pensó el Carduus acanthoides
-Casi tan joven como yo, que no llego a las dos estaciones.
Luego, para su sorpresa, la joven lo miró. Se
agachó un poco, para verlo más de cerca, largaba humo por su boca.
-¡Que
planta tan rara! – dijo riendo - tiene el tallo peludo.
Al Carduus acanthoides no le gustó sentir
que se burlaba, pero le agradó que se refiriera a él como planta y no,
como cardo o maleza. La piel de la joven, parecía contener las marcas de un
siglo entero de dolor. Su risa, era grande, pero desganada y hasta un poco
arrugada. Dio la última pitada a su cigarrillo y sin saber por qué, extendió su mano para
tocar al cardo.
-¡Ay! ¡Planta de mierda! -
gritó después de pincharse levemente con una de las pequeñas espinitas, que el
Carduus acanthoides tenía desde algunos días atrás. Luego, se paró y dijo en
voz alta:
-Igual está bien, no queda otra que ser un
poco ruda.- Encendió un nuevo cigarro y se fue caminando despacio, hasta el
auto que llevaba varios minutos haciéndole luces.
El Carduus acanthoides no sabía nada sobre
sus espinas. Le habían crecido al mismo tiempo que los pelillos, encima de sus
tallos erguidos – ya eran tres los que se habían elevado – cuando los fríos se
hicieron intensos. No le agradaron tanto, hubiera preferido no alejar a quien
por primera vez, lo había mirado.
Al fin el sol pudo quebrantar las nubes y
derramar su calidez. La Commelina erecta se puso más verde que nunca y
una mañana, el tímido pimpollo que parecía asomase, abrió sus delicados pétalos
azules. En los maceteros, la Petunia y los Geranios también
comenzaban a florar. La primavera estaba cerca y aquella esquina fría y gris,
se teñía de color. El Carduus acanthoides sin embargo, seguía igual o al
menos, así le parecía.
Pasaron unos días hasta que comenzó a notar
la clorofila ardiendo entre sus nervaduras. Sus raíces estaban más fuertes que
nunca y de sus pelillos, habían salido brotes de forma desconocida que
esperaba, se convirtieran en flor. Como ya le había ocurrido, el Carduus
acanthoides se sintió solo, un pobre y solitario yuyo, una pobre y solitaria
maleza.
Al atardecer, igual que cada día, llegó la
niña de los ojos viejos. Se acercó hasta la pared, esta vez buscaba refugiarse
del viento. El Carduus acanthoides supo que lloraba. De alguna manera,
podía comprender lo que esa joven sentía, su piel dolida y maltratada,
le recordaba a sus hojas, cuando las orinaban los perros o las pisaban los
transeúntes sin siquiera notarlo.
Un auto toca bocina y la joven se va. Al Carduus
acanthoides le gustaría tener flor y ser bello para ella. Siente que puede.
De alguna manera sabe que hay pétalos en su interior, aunque no tengan
exactamente la misma forma que los pétalos de la Commelina o la Petunia
o los Geranios.
Pasan varias horas hasta que vuelve la joven,
más lastimada que lo acostumbrado. Nuevamente camina hasta a la pared. Al Carduus
acanthoides le parece que va a caerse en cualquier momento, apenas mantiene
el equilibrio y los tacos de sus enormes botas largas, se doblan una y otra
vez. Al llegar al rincón donde crecen las malezas, se desploma y comienza a
vomitar. Tarda un rato y mientras lo hace, llora, se toca los golpes y llora,
se seca la sangre y vuelve a vomitar. En eso, ve la flor. La flor ha brotado del
Carduus acanthoides, es una especie de pelotita lila, con pétalos muy
finitos, como palillos, como esos que hacía con su hermana con papel crepé,
alguna vez en el tiempo, cuando todo estuvo bien, en el poco tiempo que la
cuidaron. Sonríe. Ya dejó de vomitar. Algunas lágrimas espesas todavía
ruedan por sus mejillas pero sonríe y al Carduus acanthoides, le encanta
verla sonreír.
Natalia De Moliner
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